viernes, 4 de octubre de 2019

LA POESÍA OCULTA DE LUZ ESTHER RANUÁREZ BALZA, VIOLETA IMPERIAL

Jeroh Juan Montilla
Los estados de ánimo son el piso del existir. Puedo sonar dogmático, pero esa condición me parece indiscutible. Los seres humanos son meramente un estado de ánimo, estamos reducidos a ello y no podemos evitarlo. El estado de ánimo nos determina tanto en lo objetivo como en lo subjetivo, filtra todas nuestras impresiones, dicta el camino de todos nuestros haceres. Los estados de ánimo son variadísimos, unos caen bajo el imperio de una emoción, otros bajo el dictado del sentimiento. En el lenguaje del filósofo Martin Heidegger a esta condición se le llama Stimmung. El límite humano donde lo ontológico y lo sicológico se vuelven una sola cosa, la puerta del mundo, en voz de otros intérpretes como Pilar Gilardi González: “un temple anímico que nos determina y antecede”
Quiero con esta nota dedicarle unas líneas a la tristeza. Decir cuánto debe la literatura a ella. El terreno de lo triste es el más fecundo para la escritura. Lo interesante es que en el cedazo de lo literario la tristeza pierde su consistencia original, esa crudeza que va de lo salobre a lo agridulce, lo literario la cuece hasta embellecerla, dándole una pátina de idealidad, volviéndola soportable y olorosa a nostalgia. Y es que la tristeza es tan pegajosa, tan envolvente que su proximidad termina contagiándonos. Nos ablanda y nos derrama.
Si usted, por comodidad u otro motivo, elude el detalle, el leer directamente a un autor, y se decide entonces por las visiones panorámicas, cuando abre un manual de literatura o un libro de historia de la literatura termina por creer que todo lo que aparece en esas páginas, escritas por un experto, revela toda la redondez de ese orbe, es la santa palabra de los breviarios explicativos. Pero esa es solo una fachada, el canonizado rostro que nos deja la mezquindad o la generosidad de la fama, ella, villana o heroína, es la que dicta casi todo lo que se reseña, critica o comenta literariamente. Pero eso no es únicamente la literatura, eso es apenas la superficie, el oleaje. Todo aquello que se ha editado no es toda la literatura existente o imaginable. Debajo hay mucho universo, hay más literatura en el anonimato que en las voluminosas enciclopedias o millones de títulos dedicados a vociferarla, esa clandestinidad creadora es un universo más inabarcable que todas las obras de cualquier género ya publicadas. Piense usted en el ingente número de escritores desconocidos, malogrados, ocultados por el férreo y circunstancial filtro del mercado editorial. Cuantos han sucumbido a la timidez. Figúrese la existencia innumerable de aquellos escritores cuyos textos quedaron atrapados en cajones y gavetas, enterrados y desaparecidos para siempre. No discuto que sean literariamente buenos o pésimos, sino me quedo en el propósito, el mero intento de volver palabras escritas un persistente estado de ánimo, gesto frustrado, opacado, ignorado para siempre por culpa del mismo escritor o del medio que le tocó padecer.
Luz Esther Ranuárez Balza parece estar en la interminable lista de este inventario. Tengo en mi mesa un libro único suyo, un solo ejemplar de factura artesanal, seguramente hecho por ella misma, hojas amarillentas transcritas a vieja máquina de escribir, recortadas y después pegadas en las páginas de un cuaderno tapa dura, de cubierta gris con el título “Aromas del camino” con recuadro y letras color oro. Un libro solitario de 61 poemas bajo la formalidad del metro y la rima, además de 8 textos en prosa. Todos escritos al parecer entre los años 40 y 70 del siglo XX, unos con su nombre, otros con sus siglas y algunos con un seudónimo, Violeta Imperial. Este libro llegó a mí como una rareza bibliográfica, un tesoro familiar impregnado del áspero olor de lo guardado por muchos años, fue, en un gesto de confianza, un préstamo que le hizo a mi curiosidad el dueño del ejemplar, mi amigo el cronista Argenis Ranuárez, sobrino de la poeta. Esta emotiva mujer nació en Zaraza, estado Guárico, en 1924, vivió muchísimos años en San Juan de los Morros, fue empleada del Banco de Venezuela y del Instituto Braille de Caracas, en los años de su ancianidad va a vivir a Barquisimeto donde a los 85 años de edad, en el 2009, fallece. Un ser humano de vida común, aparentemente sin las pretensiones de alcanzar las fulguraciones del prestigio público. Una fachada discreta que no delata ese tumulto pasional que se cocina a fuego lento en el silencio de llevar el poema como un diario personal. Todo su hacer poético se desarrolló meramente en su círculo de intimidad, un escribir para sí misma, sin ninguna manifestación pública de tal mundo, nunca publicó ninguno de sus poemas.
La tristeza es el estado de ánimo que une todo este poemario, la costura que le da cuerpo, una melancolía macerada en el desamor, aderezada con el gusto romántico por lo imposible, como si la autenticidad del amor solo puede medirse con la terrible vara del tormento, o el auto-tormento por lo que no tendremos nunca. Véase algunos títulos del poemario: Vano dolor, Traición y olvido, Triste mirada, De ti no quiero nada, Cuando no estás…, No sé qué anhelo…, Tu silencio, Volvamos al amor, Injusticia, Tu odio, Huyo de mí…, Abandonada, etc., etc.
Pregunto: ¿el dolor se padece o se cultiva? Padecerlo es lo evidente, basta tener sensibilidad. Ahora, cuando se cultiva se toma una ventaja, no es meramente que eres su presa sino que también eres su domador, no puedes desprenderte de él, es tu sombra, pero, paradójicamente, tienes el pulso necesario para educar tu dolor. Estos poemas dejan constancia de la educación de ese niño, de cómo una lacerante tristeza puede aprender cortesía, las buenas maneras del olvido y el rencor. Todo un aprendizaje para alcanzar la incertidumbre:
“No sé qué anhelo
No anhelo siquiera el vago secreto/ de tu alma, ni el porqué de tus horas…/ No pienso si ríes y menos si lloras/ Mi sentir, amigo, es pálido… discreto…// No pretendo ceñir a mis antojos/ tu sueño que va de prejuicio en prejuicio/ ni ansío siquiera el menor sacrificio/ y dejo que miren muy lejos mis ojos…// Prefiero silencio…amarga distancia/ y en mi soledad el frío y el invierno/ y en mi noche de pueblo escuchar en calma/ la voz imposible que acaso te nombra…/ Y cuando al fin mi recuerdo bese tu alma/ sienta que besa apenas tu sombra…”
Amigo o amiga lector, ¿has leído alguna vez los poemas de Christina Rossetti? Una de las voces más singulares del prerrafaelismo, inglesa (1830-1894) Mujer atormentada, de una fuerte devoción religiosa siempre bajo los embates tentadores y redentores del amor. Fuera de lo odioso u honorable de las comparaciones me atrevo a ubicar en el mismo espíritu escritural prerrafaelista el poema de Luz Esther que leímos más arriba. Seguro estoy que ella nunca leyó a esta inglesa, apenas es en 1997 cuando la editorial española Hiperión publica una primera antología en castellano de Christina Rossetti. La historia la mantuvo en el olvido hasta la década del 70 del siglo pasado cuando algunas feministas comenzaron a estudiarla. Los poetas no necesitan conocerse, ni leerse para vibrar en los mismos tonos. Por ejemplo, leamos este trozo del poema “Canción de la novia” de Rossetti: “¡Oh, es tarde para el amor, tarde para la alegría,/ tarde, demasiado tarde!/ has vagado en el camino por mucho tiempo,/ has dudado frente a la puerta:/ la encantada paloma sobre la rama/ murió sin un compañero;/ la encantada princesa en su torre/ durmió detrás de las rejas;/ su corazón se encogía de pesar/ mientras tú la obligabas a esperar.” Confrontadas ambas poetas vemos la misma finura afectiva ante las íntimas catástrofes del amor, un mismo estado de ánimo, igual excelencia escritural pero distinto destino, la inglesa, rescatada, publicada y colmada de elogios, ya un signo que marca rutas en el hacer literario de un siglo, en cambio la venezolana cayó bajo el duro destino de mucha de nuestra poesía, sobre todo la escrita por mujeres, el olvido, el encierro de la gaveta o la definitiva lápida de la inexistencia. Quiera Dios que sus familiares herederos puedan, alguna vez, publicarla completamente para beneplácito de la justicia literaria. Estas palabras que escribo pretenden lo mismo.
Para finalizar podemos concluir haciendo algunas consideraciones valorativas de estilo y forma sobre la poesía de Luz Esther, sobre la naturaleza de su intencionalidad, tanto emotiva como estética. Toda su escritura cuenta con el sello del drama, algo ajeno al gusto de estos tiempos, mas dados a la ironía y al cinismo. Yo, como lector, he aprendido a no leer exclusivamente desde mi tiempo, intento con más empeño el esfuerzo de ubicarme en otros zapatos, ahora transito con más frecuencia páginas de épocas muy lejanas donde los corazones y estados de ánimo se manifestaban de modo distinto, capaces de ingenuidades y malicias sentimentales hoy insólitas, de amar, odiar, alegrarse y entristecerse de modo tan diferente a como hoy lo hacemos. La poesía de Luz Esther está llena de mucha solemnidad romántica, sus lugares comunes e inusuales son otros, ella exprime el fruto del amor con la apropiada exageración de su tiempo, tiene un modo de entrega y arrebato cercano al vino de la desmesura y la piedad. Lo romántico es una tradición y como cualquier acervo tiene sus contextos propios que incluyen normas y artificios, todos volcados a reforzar lo característico de la práctica romántica, cuestiones como la obsesiva conciencia del yo, eje emocional simbolizado concretamente en esa víscera llamada corazón, centro y periferia de exaltaciones y retraimientos amorosos. Otro rasgo de la idiosincrasia apasionada es lo insuficiente que resulta el teatro de la vida para resistir los acosos imaginativos. También puede añadirse la disposición al mito como recurso paranoico para administrar las frecuentes recaídas en las bellas alucinaciones o deslumbramientos estéticos. En la poesía de Luz Esther podemos destacar tres vértices: el corazón, la muerte y la soledad. Del primero ella escribe: “y tenaz en la dicha que no alcanza/ persiste el corazón equivocado.” El ejercicio de lo inútil como el auténtico logro del ser obnubilado, o como sentencia en otro poema: “A lo largo del camino entristecido,/ fatigado se arrastra el corazón…” El segundo leimotiv, la presencia insobornable de la muerte: “Tu suerte no es mi suerte/ ni es la hora para amarnos/ pero si es para olvidarnos/ si es posible hasta la muerte.” Por lógica fatídica la vida es el ámbito donde se posterga el encuentro absoluto de los amantes. Y el tercer y definitivo vértice, la soledad: “En la amarga soledad de su aislamiento/ y en el vacío total de su esperanza.” El castigo como destino inexplicable, duro y paradójico, con la resignación a cuestas, “vagaré silenciosa en el desierto/ sin más tesoros que mis ilusiones.” Amar parece ser lo imperdonable. Confieso que uno de mis actuales afanes lectores es catar y disfrutar mucha literatura de este tipo, romántica y clásica, de sabor pesado o repelente a los paladares contemporáneos. Lo que ahora se califica como rimbombante y cursi, a mí me parece respetable y gustosa literatura, un delicioso descubrimiento. Solo hay que saber leerla. En si no existe, de modo absoluto, ni buena ni mala literatura, son nuestras inclinaciones lectoras que potestativamente las califican de ese modo, en verdad ella es como el amor y el odio, una cuestión de gustos. Cierro estas líneas con una epístola que la poeta le hace a su riguroso maestro de vida y escritura:
“A TI, AMIGO DOLOR….
!Oh, dolor!... soledad y misterio… caprichosa y fiera la vida me acecha y agobiada estoy, ya no sé por dónde voy y sufre también por mí la primavera deshojando pétalos y llanto… y fue mi cruz aquel cariño santo que el mismo dolor se lo llevó y es que tu dolor, no quieres nada, ni siquiera la burla compasiva de otro amor… sólo tú, fuerza invisible, ocupas mi corazón… porque ya mis labios no se espantan si te nombran.
Y es que tú, dolor, me enseñas la farsa funesta del alma y de las cosas y me deslizo contigo por el mundo, porque yo soy tuya como tú eres mío y así los dos en codicia gitana de la eterna espera, vagaremos por una senda sonámbula y oscura en la barca trágica de mi destino fatal…
Nunca más florecerán los campos, ni habrá celaje azul en la naciente aurora, no habrán arrullos de palomas, ni orquesta de alondras en los nidos, ni recuerdos sublimes y floridos, ni frescura en la vida de las rosas…Sólo tu, dolor estás en todo y me rindo a ti sumisa y muda, has de mí lo que quieras, dolor… arrástrame si es posible como un tronco derrumbado hasta el fondo de los áridos valles…
Pasa la tormenta, pasa el amor, todo se desvanece y hasta las dudas volaron con las aves del cariño… Porque tú, dolor, eres el grito amargo que en el fondo de mi silencio cubre de luto mis sueños… y me enseñaste a padecer callando en el sufrir… tú marcas la senda que habré de seguir y juntos los dos así marcharemos con la eterna promesa: ‘PERDONAR Y MORIR’…!”

lunes, 24 de junio de 2019

RECUERDOS CON EL LIBRERO EMILIO


 Francisco Rodríguez Sotomayor

I
A Emilio lo conocí en el 2017, mientras buscaba Cien Años de Soledad. Me había leído varias obras de García Márquez en un corto lapso de tiempo: El coronel no tiene quién le escriba, Crónica de una Muerte Anunciada, Relato de un Náufrago y El Amor en Tiempos del Cólera. Emilio, al escuchar que yo estaba buscando la obra insigne de Gabo me dijo:
-No lo tengo, pero no te creo que no la hayas leído todavía. Mi pana yo la leo todos los años. Lo que es eso y Doña Bárbara mi pana, es lo mejor. Cuando leo Cien Años de Soledad, leo Doña Bárbara, las dos las he leído 45 veces. No te tengo la de los rabos de cochino pero ahí me llegó una caja, déjame sacártela.
Sacó del depósito una caja llena de libros de la colección Bruguera. Recuerdo que entre esos libros estaban: En el Camino de Jack Keruac, Rojo y Negro de Stendhal, Viaje al Centro de la Tierra de Julio Verne, y además, vi que estaba El Otoño del Patriarca de García Márquez. Ese me lo llevé, para seguir con la lectura de su obra. Emilio me dijo:
-Mi pana, siempre me están llegando vainas buenas. Pásate por aquí cuando quieras. Si me llega Cien Años de Soledad, yo te lo guardo.
Me llevé la edición de la colección Bruguera de aquel libro y allí empezó mi frecuentación a las escalinatas de la Biblioteca Pública para adquirir libros de segunda mano.
II
Un domingo a las 3 de la tarde me dispuse a caminar por el centro de San Juan. Sin tener nada particular qué hacer, me fui a ver si por casualidad Emilio estaba allí. En efecto, Emilio estaba colocando sus libros en orden, como religiosamente lo hacía todas las tardes. Lo saludé y me dijo: “Epa Francisco, ahí hay vainas buenas, revisa a ver”. Con calma ojeé los libros que estaban allí, entre los que más me llamaron la atención fueron: Rojo y Negro y El Túnel. Mientras ojeaba El Túnel, me puse a hablar con Emilio sobre otro libro que estaba allí: La Metamorfosis de Franz Kafka. Le pregunté si lo había leído y me respondió:
-Ese libro me da grima. No paso de las primeras páginas porque me da cosa leer a un personaje que es una cucaracha. Sé que Kafka tuvo peos con el papá y todo, pero nunca he podido leer ese libro. En estos días me leí fue su biografía y coño ese carajo era un genio a pesar de sus traumas. Ahí está, no lo he podido leer ni vender ¿te lo vas a llevar?
Le respondí que no porque ya lo tenía, y le comenté sobre mi admiración por la vida y obra de Kafka. Conversamos largamente sobre los temas de la obra kafkiana: el absurdo, el padre, la burocracia. En uno de esos intercambios, Emilio me dice:
-Es que es así chamo, este mundo quiere que seas parte del sistema, y ahí está ese carajo, ahora es inmortal. Nunca me gustó eso de tener cuentas bancarias ni nada de esas vainas. Este mundo es más grande que eso.
Por mi mente pasó un leve suspiro de admiración por Emilio. Le dije que me quería llevar Rojo y Negro y El Túnel. Le pagué, me despedí y me fui.
III
Otra tarde, a las 5, pasé y me dijo: “Epale pana ¿hoy me salvas?”, “Vamos a ver qué hay”- le dije. Le pregunté qué estaba leyendo y me mostró una revista de cocina. Emilio me comentó: “Menos mal que viniste, por ahí te tengo una vaina, ya vengo”. Fue al depósito y me trajo un libro de relatos de Julio Cortázar y Al Faro de Virginia Woolf. Los tomé y los ojeé ambos, al de Woolf le faltaban páginas. Me dijo: “Qué cagada chamo, ahora cómo hago para vender esto”. Me lamenté que estuviese incompleto porque nunca había leído a Virginia Woolf. Le compré el de Cortázar y me dijo:
-Llévatelo men, nunca le he entrompado a Cortázar. Esta vida es muy corta para tanto que hay que leer.
Sonreí y sentí una especie de tristeza. Nos dimos la mano y me fui.
IV
Una vez pasé y vi que tenía un vinilo de The Platters y le pregunté que en cuanto lo tenía. Me dijo el precio y me comentó:
-Nada como la lectura y la música. Esta vida es bonita por un libro y una canción… (Pasó una mujer por el frente, Emilio sonrío) y una chica, nada como una chica.
Me llevé el vinilo y otra gran frase emiliana.
V
Por los días de este recuerdo, había leído El Viejo y el Mar de Ernest Hemingway. Mi intención era hablar con Emilio sobre Hemingway y el libro. Me senté y hablando sobre el escritor me dijo:
-Qué arrecho ese carajo. Ese tipo lo tenía todo: plata, mujeres, inteligencia y apariencia y se suicidó. Hay vainas que no entiendo. Los que no tienen nada como que les gusta vivir más y, por ejemplo, Hemingway con todo en sus manos, se voló la cabeza.
Cayendo en el tema del suicidio, le pregunté si había leído a Ramos Sucre, me dijo:
-No lo he leído, pero leí que tu tío lo leía mucho. Y qué arrecho que se mataron los dos
Le recomendé que leyera a Ramos Sucre y en eso llegó un hombre que a veces se paraba a conversar con Emilio. El hombre, con traje y maletín (era abogado), se sentó e intervino en la conversación sobre los suicidas. Me recomendó un libro llamado “El bello suicidio” en que su autor justificaba el suicidio (nunca encontré el libro). Emilio comenta:
-Eso es una locura andarse matando. Mírame a mí, tengo son libros, música y películas y no me ha pasado por la mente suicidarme.
Se hizo tarde conversando, la calle empezaba a vaciarse, nos despedimos y agarré camino.
VI
Las últimas dos veces que me detuve a conversar con Emilio le compré tres libros: La Cartuja de Parma de Stendhal, las Ficciones de Jorge Luis Borges y el Fausto de Goethe. La última vez, en enero, fue un sábado por la tarde en que había bajado de La Morera específicamente a conversar con Emilio. Me senté y caímos de nuevo en el tema de Kafka, Emilio en ese momento aún no había leído ni vendido La Metamorfosis. Hablando de la frustrante obra y vida de Kafka, le pregunto a Emilio súbitamente:
-¿Crees en Dios?
-Claro, pero no en las religiones. Dios está en todos lados, las religiones son dogmas solamente para mantenerte en fila. ¿Cómo explicas lo bello de esos libros y de ese atardecer? Ahí está Dios.
Por esos días había leído Crimen y Castigo y le pregunté si había leído a Dostoievski, me contestó:
-He leído solamente El Jugador, pero quiero leerme Los Hermanos Karamázov y ese que me dijiste ahorita.
Le dije que este año quería leerme Los Hermanos Karamázov y Guerra y Paz de Tolstoi. Me dijo que no los había leído, que los había tenido en algún momento pero nunca los leyó. Recordé lo que me había dicho meses atrás: “Esta vida es muy corta para tanto que hay que leer”.
Salí de aquella conversación con una especie de melancolía en aquella inhóspita calle donde solo dos almas conversaban sobre una de las cosas más sublimes de la vida: la literatura. Ese día le compré aquellos libros que mencioné. Me despedí y no lo volví a ver desde esa tarde. Tiempo después, en la universidad, el profesor Pavel Rojas me dice que le había dado un ACV.
VII
Emilio, espero que puedas leer Los Hermanos Karamázov y Guerra y Paz.

martes, 2 de abril de 2019

ORIGEN DEL TOPÓNIMO ALTAGRACIA DE ORITUCO


Carlos A. López Garcés
Cronista de Orituco
           

Vista panorámica de Altagracia de Orituco. Foto: Henrique Avril; publicada en El Cojo Ilustrado Nº 94, Caracas, 15 de septiembre de 1895, p. 726.

La idea de explicar la procedencia del nombre Altagracia de Orituco ha originado dos versiones tradicionales, que son repetidas con mucha frecuencia aun en instituciones oficiales. De acuerdo con la primera, de menor difusión, ese toponímico es debido a la alta gracia que el rey de España concedió a los indios guaiqueríes orituqueños, cuando les otorgó el terreno de la población como respuesta a la solicitud sobre ese particular que había hecho el corregidor y justicia mayor, alférez Martín Pellón y Palacio a mediados de 1714, ante un juez comisionado para tal efecto. Según la segunda, la más divulgada, los guaiqueríes defendieron con lealtad unos derechos territoriales pertenecientes a su comunidad, en un pleito judicial que sostuvieron contra el guipuzcoano José Diego de Aragort Yriarte, quien pretendía apropiarse de tales derechos en litigio. El rey -continúa la leyenda- agradecido por la lealtad de esos indígenas, les otorgó la alta gracia de no pagar impuestos y de aquí proviene el nombre del poblado.     
            Debe decirse que en la primera versión es verdad la demanda de un nuevo territorio hecha por Pellón y Palacio en el año señalado para la reubicación de los indígenas, cuyas tierras, que habían sido asignadas cuando fundaron el pueblo, estaban invadidas por hacendados vecinos; además, que en la segunda lo cierto es lo de la contienda  judicial entre las partes mencionadas, sucedida de 1807 a 1812. No obstante, ninguna de las dos tiene relación con el origen del nombre del pueblo, porque éste lo tenía mucho antes de los sucesos que ocasionaron las versiones comentadas. Así lo revelan distintos documentos, de conformidad con los cuales la denominación del poblado es de esencia católica, pues proviene de la Virgen de Altagracia que, desde el punto de vista religioso, es la advocación conferida a la Virgen María por recibir el don excelso, el beneficio divino, la alta gracia de ser la madre del hijo de Dios. 
            Es pertinente recordar que la población comenzó sin nombre propio el 1º de marzo de 1694 y no se ha definido cuando se lo dieron ni cuando fue creada esta parroquia eclesiástica. Sin embargo, escrituras correspondientes a partidas de bautismos registradas en el libro respectivo de San Miguel del Rosario de los años 1697 y 1698, firmadas por el padre Juan de Barnuevo, que están resguardadas en el Archivo de la Parroquia Nuestra Señora de Altagracia (Altagracia de Orituco, estado Guárico), sirven para evidenciar la naturaleza católica del topónimo en estudio, tal como se demuestra seguidamente:  

            “[Al margen: Domingo Candelaria]. En 3 de febrero de 97 años, baptise [sic], puse óleo y crisma y di bendiciones a Domingo Candelaria, hijo legítimo de Juan Astasio [sic] y de Juana María. Fueron sus padrinos: Juan de Muñoz y María, su mujer. Todos asistentes en esta población de Altagracia. Y porque conste lo firmé. [/] Juan de Barnuevo.”
[…]
            “[Al margen: Juan Assencio]. En 30 de mayo, año de 97, baptise [sic] y puse óleo y crism[a] [roto]ciones a Juan Assencio [sic], y hi[jo] legítimo de Gaspar y Jas[roto] de la población de Nuestra Señora de Altagracia. Fueron sus padrinos: [roto] y Polonia de dicha población. Y para que conste lo firmé. [/] Juan de Barnuevo.”

            Con esta información documental puede inferirse que al pueblo de indios guaiqueríes, como era conocida inicialmente aquella comunidad, le habrían dado el nombre de Nuestra Señora de Altagracia entre marzo de 1694 y enero de 1697. Ese toponímico estaba ratificado el 6 de enero de 1698, cuando el padre Barnuevo bautizó a Maricela [sic], quien era hija de una viuda pagana llamada Antonia y cuyo padrino fue “…Agustín Mosqueda, vecino deste [sic] pueblo de Nuestra Señora de Altagracia…” Aquel cura también le administró el sacramento ese mismo día a Isabel, hija de Francisca y Tuare, indios adultos, y quien tuvo por padrinos a “…Antonio Caracas [sic] y Phelipa, asistentes en este pueblo de Nuestra Señora de Altagracia…” Además, en igual fecha procedió a bautizar a “…Juana, hija de Orocope y Caraspane, indios paganos, y fue[roto]drinos Domingo de Alfaro y Juana, su mujer, asistentes en es[roto] Nuestra Señora de Altagracia…”
            Otra prueba sobre el origen religioso del topónimo comentado la muestra un inventario hecho el 22 de junio de 1709, con motivo de la entrega del templo gracitano por parte del padre Jacinto Vanders al cura Juan Vicente de Ortuño; allí dice textualmente al inicio: “En este pueblo de Nuestra Señora de Altagracia, de indios guaiqueríes, jurisdicción de San Sebastián de los Reyes, en veintidós del mes de junio de mil setecientos y nueve años…”  Una evidencia más está contenida en la propia solicitud de terrenos para la reubicación de los indígenas pobladores de Altagracia realizada por Pellón y Palacio en julio de 1714, en la cual puede leerse al principio lo siguiente: “El alférez Martín Pellón y Palacios [sic], corregidor y justicia mayor de este pueblo de Nuestra Señora de Altagracia, de indios guaiqueríes…” Este dato contradice por sí mismo la primera versión sobre la procedencia del topónimo que motiva este escrito. También es  oportuno anotar que el obispo Mariano Martí observó, en marzo de 1783 cuando visitaba pastoralmente a las parroquias orituquenses, que al pueblo lo llamaban comúnmente “…de Altagracia por ser éste el título de su patrona…”  
            Es conveniente resaltar que el toponímico estudiado es consecuencia de modificaciones sucedidas con el transcurrir de los años. El caserío empezó sin nombre propio y era conocido sencillamente como pueblo de indios guaiqueríes (valga la repetición); luego, al poco tiempo de su comienzo, fue identificado como pueblo de doctrina de Nuestra Señora de Altagracia; así era todavía en las últimas décadas del siglo XVIII cuando empezaron a ampliarle la denominación y pasó a ser pueblo de Nuestra Señora de Altagracia de Orituco, hasta que llegaron los cambios republicanos de la segunda mitad del siglo XIX cuando desapareció el Nuestra Señora y fue llamado solamente Altagracia de Orituco como todavía se le conoce.
            El complemento Orituco deriva del río a cuya orilla está ubicado desde su origen. Esa palabra proviene del quechua uritu-cu, que significa guacamayas, loros, cotorras, pericos, periquitos, etcétera; así en plural, con sentido de abundancia, indicado por la partícula  cu, co que es un aumentativo adjetivante, pues el singular es uritu, voz usada por los incas para identificar genéricamente a una de esas aves psitácidas. 


Altagracia de Orituco, 15 de junio de 2018.

Nota. Para mayor información pueden ser consultados los libros Altagracia de Orituco: Un topónimo y su gentilicio y Tiempos coloniales de Altagracia de Orituco (1694-1810), cuyo autor es el mismo de esta síntesis.

El Motor de aire desafía la segunda Ley de la Termodinámica. Invento de un guariqueño.