VOZ DE BARRANCO Y SABANA
Alberto Hernández
** El tono de los arrieros: la quejumbre de la tarde de potros cerreros, amadrinados por la mirada de ese llano que se pierde a cada rato, es la señal de Dámaso Figueredo más allá de todos los intentos por amistarse con las sombras.
** Desde Guardatinajas, en las caramas del río Tiznados, se siente la voz de quien regresa a diario a sus calles y solares. En Maracay, mientras tanto, soñó la semblanza de la eternidad.
Seguramente cantaba algún pájaro sabanero en el momento del alumbramiento de María Nicomedes, allá en el hato “Merecurito” en 1939, y de seguro fue así porque la criatura –pocos años después- comenzó a imitar el canto, los tañíos y las distintas voces del monte, ese tan amado y tomado de sorpresa por el niño Dámaso Figueredo, hijo de José Antonio Robles.
En las luces de adentro, en los rastrojos y apagados fogones de la sabana. En la marca del oso hormiguero, o en la mirada del cunaguaro, en la niebla del miedo, donde la cacería y el arreo imperan, Dámaso advirtió la danza de la canoa y la fiebre nerviosa de su río Tiznados, una mancha serpentina –casi detenida- que el llano atajó en Guardatinajas.
Más caminos
A la señal de la mirada, majado el becerro: la voz en falsete por ser muchacho “sin garganta aún”, Dámaso pasó alambres por lo bajo y supo de los atascos de animales en los barrizales del Tiznados, por los lados de “las Ventanas”, llamado sitio de Pueblo Nuevo, por ese afán de aventura pionera. La copla y la fiesta en los patios tenían en este hijo del campo terreno abonado para el desafío del verso improvisado. Cómo lo miraría la madre o el viejo Robles al entonar con voz recia la rutina de la faena, o los sinsabores de una dolencia, en medio de los caminos solitarios, llenos de sol o luna, señales para el largo trecho del silencio. Cómo se descubriría él mismo sacando el grito, la voz que corre sobre la piel del caballo, o sobre los saltos de la canoa que cruza sigilosa el lomo pesado de esa culebra amarilla, o los barrancos de La Atahona. El diablo de Florentino lo retó varias veces. Dicen que Agapito Medina podía dar fe de este asunto.
Río adentro
Dice mucho el río. Y éste lo nombra desde adentro. Dámaso lleva los pies cubiertos del barro de las orillas, la mirada como de paisaje lejano en una tonada ronca, conversadita, que está a punto de reventar mientras mira a lo lejos a Agapito, canoero equilibrista, de piernas cambas, arqueadas para el reto del agua y sus bestias, hundiendo en el cieno del coporo y la palometa el silencio de su travesía. Lleva los ojos puestos en la tarde que se agacha detrás de los chaparros. La mano derecha espanta los insectos del aire. Ha cachilapeado en San Antonio, fundo de Pedro Sosa. Supo de Andrés Delgado Jiménez y Gregoria Orozco en la bondad de sus palabras, en Santa Bárbara. Madrugó la leche y la natilla, el cincho y el canto de ordeño en las empalizadas de Corralito y en Los Araguaneyes, donde Nicolás Llovera comenzó a perder la vista mientras las garzas aturdidas se enlazaban en el cielo. Y el río siempre allí, en el mismo sitio, de frente: de un lado, la sabana acostada entre caños y rozas; del otro, Guardatinajas con Agustín Linares y Ángel López, entre amanecidas y versos improvisados. Dámaso se traía el río en los oídos, con todo su silencio. Por eso cuando cantaba la corriente viajaba en la conversación de sus canciones. Lento, revelado en las caramas, en los descansos del babo.
Viene cayendo la tarde…
Dámaso pudo decir –como lo dijo- que era hijo de la tarde, porque de ella venía, como en el poema de Vicente Gerbasi, venido de la noche. Viene desde La Atahona, con la fresca conversa de Gregorio Jiménez, Ignacio Parra y otros agricultores que hicieron horas sobre el surco, bajo sol inclemente de Guárico. Pero faltaba mucha historia para encontrarlo en Aragua. Faltaba mucho oírlo cantar con ese dejo mesurado, alejado de abusos contra su campesina tenencia, para decir desde la desnudez de su origen: “Viene cayendo la tarde en Guardatinajas”, y despedirse y hacerse leyenda en esquinas y madrugadas, en su veguera insistencia.
Otros caminos
En Maracay, porque ya el llano no era –como él mismo decía con nostalgia- se moría e medio de la más impune de las majaderías de politiqueros y recién avispados.
El río se le perdió todo en la ciudad. Sin embargo, allí estaba su memoria para hacer versos y letanías de Las Galeras de El Pao, o una elegía para Blas Ruiz, el Chicote del llano, un homenaje a la brega y al silencio de los agraciados del polvo último.
Las cuerdas de Lionzo Vera, Cándido Herrera y Eladio Bolívar llevaron por esos pueblos fiesta y bordón en la aguda mirada de Dámaso y Rafael Martínez, Rafael Bastidas, María Carrizales para el contrapunteo, ese entre la vida y la muerte, para descifrar también a Orlando Araujo, llanero del piedemonte barinés.
El camino postrero de Dámaso Figueredo se leía –el tiempo y el descuido lo borraron- en la puerta de entrada a Guardatinajas: “La soga que se revienta corriendo mismo se empata”, la metaforización de un silencio que tiene continuidad en cada verso que se oye por allí, desgaritado en plena sabana, como buscando gente, como buscando el río.
Dámaso “resucitado”
Años después de la muerte de Dámaso, mi amigo el músico Telésforo Naranjo, integrante del Cuarteto, lo oyó cantar a las orillas del río. Telésforo se encontraba de pesca con unos amigos cuando de pronto escucho los rasgueos de un cuatro y la voz de Dámaso entre los mogotales. Llevado por la curiosidad, Naranjo se internó en el monte y encontró a Dámaso sentado, recostado de un árbol, cantando. “Me quedé tieso, pero tuve la osadía de acercarme y saludarlo”. Entonces Dámaso se levantó y saludó al inoportuno. De la misma estatura, bastante moreno, el hombre se acercó al otro y le aclaró: -Yo soy José Figueredo. Sí, hermano de Dámaso”. Entonces se armó la fiesta, tomaron y pescaron juntos en medio de las canciones de Dámaso.
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