Ubaldo Ruiz
Uno de los rasgos que más ha definido el
carácter de los venezolanos, considerados en su conjunto social, desde su
cristalización como pueblo en la época de la dominación hispana, y que mantiene
invicta su vigencia en esta segunda década del siglo XXI, ha sido aquel que ha
tendido a desdeñar las obras construidas por nuestros ascendientes.
No importa si se trata de instituciones, o
de infraestructuras materiales, el afán ha sido edificar sobre ruinas. Ruinas
inducidas, provocadas, ocasionadas. Se sospecha que la Historia no es
pertinencia sino obsolescencia, que en vez de génesis armónica y fuente de
comprensión, lo viejo es antagónico de lo nuevo, estorbo del progreso. Esta
actitud ha marchado triunfalmente a pesar (o quizás debido a eso) de la persistencia
de un discurso oficial que ha reducido la Historia a un continuado y abyecto
culto al héroe, conceptuado como caudillo militarista.
Por esa vía hemos visto plasmarse sobre la
misma página nacional cinco repúblicas, más de veinte constituciones, y una
larga sucesión de nombres oficiales del país, de circunscripciones y divisiones
político- territoriales, de denominaciones de ámbitos y parajes públicos. Un
país convertido en cuartilla borroneada y vuelta a escribir mil veces, en
grotesco palimpsesto, en insólita yuxtaposición de cementerios de
instituciones.
Por esa misma vía hemos sido testigos de la
desaparición de los más grandes conjuntos arquitectónicos construidos en otros
siglos en las principales ciudades históricas de Venezuela. Las casas
tradicionales fueron sucumbiendo sistemáticamente, algunas asesinadas
impunemente por la pérfida asociación entre lucro y Estado, en las ciudades
beneficiadas por la industria y el comercio. En las poblaciones menos
afortunadas las dejaron morir la desidia y la ineptitud oficiales.
Calabozo y Ortiz han compartido muchas
cosas a través del tiempo de sus existencias, pues están ubicadas en la misma
ruta de los llanos altos, del comercio ganadero y de las montoneras, en la
misma carretera troncal. Compartieron la capitalidad del Estado Guárico, así
como muchos personajes que realizaron actos destacados en ambas poblaciones. Y
han compartido la tragedia de ver morir sus casas históricas. Están en la misma
ruta de las casas muertas.
El caudillo español José Tomás Boves
trajinó muchas veces estas rutas, como comerciante de caballos y como jefe de
tropas, pero estableció residencia y tienda en Calabozo. La tradición ubica el
inmueble en la calle que quizás él oyó mencionar con el nombre “de El Calvario”,
pero que después se ha llamado sucesivamente “de Colón”, “Crespo”, y hoy se
conoce como calle “cuatro”. Lo que queda de la vieja edificación ha perdido una
tapia, demolida hace poco tiempo por orden de un organismo oficial, pese a las
denuncias de la comunidad, de instituciones y de personalidades.
Parafraseando al poeta Andrés Eloy Blanco,
podríamos asegurar que hoy en Calabozo “agoniza la tradición”, pues lo que
ocurre con la tapia de Boves hace juego con el derrumbe de las tapias de la
casa “Juana María”, habitada por el General Páez, y con el estado ruinoso de
las casas ocupadas por el escritor
Daniel Mendoza, y de muchas otras edificaciones similares. Quisieron las
circunstancias que Calabozo llegara a contar con el casco histórico más extenso
del país, pero quien visite hoy esa zona de valor histórico difícilmente podrá
evitar horrorizarse ante el espectáculo de sus casas moribundas, y quizás se
sienta impulsado a decir con el bardo cumanés “malaya la mano avara” que
asesina la Historia en Calabozo.
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