miércoles, 11 de junio de 2008

DOS MUERTES EN LA SAN JUAN DE AYER

Daniel R. Scott*



En su "Algo Parecido A Mi" mi abuelo escribió: "La tragedia me arrancó a mis padres y a dos hermanos de la vida; pero a todos los revivo en mi corazón". Y es que como nuestra historia local relata o debería relatar, Daniel Scott Gutiérrez perdió no sólo a su padre en la Revolución Libertadora allá por diciembre de 1901, sino también a dos de sus hermanos, ambos trágicamente. Antonio el primero en 1909 y el Segundo Andrés Rafael en 1911. Soy de los que sostienen que estas tragedias influyeron significativamente en la perdida de su cordura. Me pregunto además qué relevancia pudieron tener estos hechos de sangre para citarlos a la hora de contar o escribirse nuestra historia de San Juan de los Morros. Creo que las razones son dos: los protagonistas eran conocidos y los sucesos en los que se vieron implicados eran tan inusuales dentro de un pueblo bucólico y apacible donde nunca sucedía nada que necesariamente tuvieron que ser noticia y causado asombro en sus habitantes. Estos lances personales se comentarían en las casas, en las esquinas y en las calles. No lo sé: especulo, deduzco. Escribo, para que lo real no lo borre el viento del tiempo que pasa. No soy cronista sino un hombre que se esfuerza por ordenar los débiles retazos que se encuentran desordenados y dispersos en mi mente. La mente es finita, muere, perece, y la tinta y el papel es la única manera que tenemos de trascender en el tiempo. Sea falso o verdadero lo que se escriba, la escritura le da vida.
No tengo claro el móvil que cegó la vida a estas dos personas. En esta labor de ordenar los hechos me veo a mi mismo como aquel que restaura un jarrón despedazado al que se le perdieron varios fragmentos esenciales. Una vez restaurado, te haces una idea de las formas del jarrón pero no de sus detalles.
Con respecto a la muerte de Antonio Scott esta es la versión que del hecho dió Enrique Olivo en un discurso pronunciado en el Consejo Municipal del Distrito Roscio del Estado Guarico el 19 de Abril de 1980: "Antonio recibe varios impactos de bala en la tarde del 01 de noviembre de 1909 en el cementerio San Miguel. Es el día de todos los santos y una gran cantidad de público se reúne en el camposanto, como es costumbre. Suenan varios disparos y Albertina Tosta corre a guarecerse. Antonio José Rodríguez trota hacia el sitio, pero ya esteban Guzmán, le está prestando ayuda al herido. Antonio le dice: 'Me estoy muriendo'. Valentín Linares, en su condición de comandante de la policía, en pocos minutos salva la distancia de media cuadra que lo separa del teatro de los acontecimientos y conmina a los Ojeda para que se den presos. El viejo Manuel Felipe, autor de los disparos, le contesta: respetemos la autoridad y entregan sus armas. Unas 24 horas habrá de durar la agonía de Antonio".
En el caso de Andrés Rafael esto cuenta la leyenda: participó en la división y la repartición de una herencia en la que el dueño de la Hacienda "El Chino" no se vió muy favorecido. Para esos días, a falta de abogado, se estilaba solicitar los servicios de personas medianamente letradas, preparadas e influyentes para derimir asuntos legales: litigios, herencias, etc. A Andrés Rafael se le llamó para el asunto de la herencia y esto le costó la vida.
El hacendado, irritado o inconforme por una decisión que perjudicaba sus intereses, contrató a un hombre para asesinar a Andrés Rafael. Se llamaba Varela. Los rumores comenzaron a correr. Cuando Andrés Rafael se enteró del delito que se perpetraría en su contra, se enfureció y esperaba el momento oportuno para confrontar al matachín. Ese momento se presentó. Una noche, en la gallera "El Coliseo", ubicada en la calle Roscio cruce con la calle Ribas, (frente a la actual "Panadería Roscio") Andrés conminó a Varela delante de todos a que le dijera que si era cierto eso. El interpelado no contesto ni se dió por aludido. Prefirió marcharse del lugar y se alojó en la pensión de una tal ¿Peraza?, donde funciona actualmente Servicios Médicos de la casona universitaria, antiguo Banco de Sangre. Hasta allí lo siguió Andrés horas más tarde, ebrio, insultándolo desde la calle. Varela se asomó por la puerta y de seguro creyó que ya no podía postergar su misión. Salió a la calle, le rodeó el hombro con su brazo derecho y se llevó abrazado y conciliador a Andrés Rafael hasta un farol (en la actual esquina de la casona donde una buena amiga tiene su kiosco azul repleto de revistas, periódicos y publicaciones de todo género) y allí le disparó en el pecho y a quemarropa con una pistola que guardaba disimuladamente entre sus ropas. El silencio de la noche se quebró con el estampido del disparo y el ladrido de los perros. Quién sabe cuanto duró allí tendido. Más tarde en la madrugada, cuando examinaron el cadáver constataron que el liquilique blanco estaba chamuscado y quemado por el artero disparo a bocajarro. Enrique Olivo y Alcalá citan en sus libros este incidente que debió, como ya dije, haber conmovido o dado que hablar en un pueblo bucólico y apacible de la década de los años diez o veinte del siglo pasado, donde nunca sucedía nada importante. Dice la versión de Enrique Olivo: "Es la culminación de una disputa iniciada horas antes en la gallera por una partida de dados corridos. El homicida, Rafael A. Varela, en la noche misma del 4 de Mayo de 1913, corre a la pensión del General Julián Correa, donde se hospeda, y ahora a lomo de mula, toma el camino de El Chino. Por la premura que lleva, ha dejado su cobija en la posada de Belén Olivo, pero no obstante comisiones del gobierno lo alcanzan y detienen, mientras el Tribunal adelanta la investigación" Dos versiones de un mismo hecho que coinciden en un punto esencial: la muerte de un hombre. La historia local y familiar es así: una mezcla de ficción y realidad.
Varela logró escapar, pero la justicia divina o la de los hombres se hizo cargo de él. ¡Y de que manera! Cuenta la leyenda que este personaje se granjeó el odio de los estudiantes presos en Palenque por su crueldad desmesurada. Acostumbraba sacar su revolver y practicar el "tiro al blanco" con cualquier estudiante que se le antojase o no fuera de su agrado, alardeando de su buena puntería. Era temido por todos. Pero con él se cumplió el dicho o la fábula aquella que no existe ser tan débil que en un momento dado no pueda ejercer su venganza contra los poderosos. Un día Varela amaneció muy quebrantado de salud. Se acercó altanero a dos estudiantes de medicina, le describió los síntomas de su quebranto y exigió que se le recetaran algo que lo aliviara de su mal. Tras examinarlo minuciosamente los futuros galenos diagnosticaron no una enfermedad sino la oportunidad de su vida. "Lo que tiene usted es muy grave" dijeron los muchachos. "Si no lo atendemos puede morir en poco tiempo". Y Varela fue lo suficientemente ingenuo para creerles, tan ingenuo como lo fue Andrés Rafael Scott segundos antes de recibir el disparo que le cegó la vida aquella noche aciaga. La aguja hipodérmica que le pinchó el músculo vertió en su organismo no el remedio que le sanaría sino una sustancia letal preparada con todo dolo por los discípulos de Hipócrates que le mataría tras varios días de atroz agonía. Eso dice la leyenda. Papá aseguraba que había recibido la versión de boca de uno de los estudiantes. El nombre lo olvidé. "Lo pasaron por San Juan antes de llevarlo a Caracas" explicaba papá. "Se retorcía de dolor y lanzaba alaridos espantosos."
Siempre me exaspera el estilo dramático de algunas de las prosas o poemas de mi abuelo. Sin embargo le asistía la razón. Su error fue dejarse asistir por sus razones más allá de lo que la prudencia aconsejaba, hasta los territorios mismos de la Neurosis.



*Escritor y bibliotecario.

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