lunes, 7 de septiembre de 2020

LA GRAN PAPELERIA DEL MUNDO EN SAN JUAN DE LOS MORROS

Jeroh Juan Montilla
En la historia de la guerra de la independencia de Venezuela hay una tercera vertiente de la cual siento que no se ha escrito puntualmente mucho, no se le ha analizado, me atrevo a pensar que ni siquiera se le ha tocado ni al descuido. Hasta ahora todo ese gran momento independista, que podemos calificar de trágico o heroico, abrumado con traumáticas desdichas y también con muchas expectativas o esperanzas ha sido delimitado en dos bandos, al parecer perfectamente configurados: los patriotas y los realistas. Después de 1830 la historia de este país, como es usual, la escribirían los vencedores, esta vez los patriotas. ¿Pero son esos dos los únicos bandos u orillas de este conflicto?, ¿los únicos actores sobre ese escenario que gustamos llamar el territorio nacional? Hay una historia cruda y otra historia oficializada, pero en si la historia es un río que en su superficie unas veces bulle con fragor y rigor, y otras se mantiene aparentemente apacible, pero que siempre nos impone su estruendo, molduras y serenidades. Sin embargo, debajo de esa cambiante superficie se mueven otras corrientes, anónimas, solapadas unas, sometidas otras. ¿Fue la guerra de la independencia un asunto exclusivo entre patriotas y realistas? Me atrevo a decir que no. En esta conflagración existió una tercera vertiente, otro bando, otro factor, estoy dispuesto a tomar el riesgo de afirmar que este sector era numéricamente significativo, por no decir la mayoría. Evidenciar ese bando es lo que motiva la presente nota. Éstos, son aquellos que decidieron mantenerse al margen, ni a favor ni en contra de ninguno de los dos bandos enfrentados, claro está que esta marginalidad no los eximió de padecer también los horrores de la guerra, de estar envueltos en ella directa e indirectamente. Ellos fueron los que no participaron, los no dispuestos a sacrificar a otro ni a sacrificarse ellos mismos, los que consideraban a los hechos independentistas una soberana tragedia, una insensatez que arrasaría con el país, ellos fueron los que no se dejaron conquistar por la vorágine pasional del momento.
En el año 1983 de la república de los vencedores en la guerra, se llevó a cabo en San Juan de los Morros un maravilloso evento titulado “Gran Papelería del Mundo”. Un grupo de escritores e intelectuales comandados por Caupolicán Ovalles (1936-2001) deciden recorrer el país exhibiendo la gran biblioteca que Caupolicán hereda de su abuelo el doctor Víctor Manuel Ovalles, esta biblioteca casualmente fue vista por el poeta Pablo Neruda, produciéndole tal maravilla que llegó a llamarla La Gran Papelería del Mundo, quedándose desde entonces bajo ese nombre. Víctor Manuel Ovalles Carlomán (1860-1955), nacido en San Juan de los Morros, fue un dedicado recopilador de libros y papeles, el valor y tamaño de su hemeroteca es inmenso. Fue además editor de periódicos, novelista, de profesión farmaceuta y profesor en UCV durante 25 años, fundador de la Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina. El año de 1974 su nieto decide exhibir públicamente toda la papelería de su abuelo. En 1983 lo hace en la casa de la cultura de San Juan de los Morros, estado Guárico, que por cierto lleva el nombre de tan casi mítico personaje, Víctor Manuel Ovalles. Para refrendar con broche de oro el evento sus organizadores imprimen un folleto titulado “La Gran Papelería Del Mundo toma por asalto a San Juan de los Morros”, su portada es la imagen que ilustra esta nota. Entre los organizadores figuran nombres destacados como Saúl Alvarado Guzmán, Elí Galindo, Víctor Valera Mora, Luis Sutherland, Manuel Matute, Antonio Manrique y el mismo Caupolicán. Este interesante folleto, está ilustrado con 11dibujos de César Prieto (1882-1976), artista guariqueño de gran renombre. El folleto en su totalidad consiste, únicamente, en la transcripción de una carta que le envía don Miguel Méndez al doctor Ovalles desde Valle de Pascua en 1900, en él aparece una fotografía de la primera página de esta correspondencia. Dicha carta es toda la referencia que hace don Méndez sobre una entrevista a un anciano llamado Rafael Quintero para los años 1861 y 1862 en la jurisdicción de Espino (Guárico) Al principio comenta Méndez, pero después a lo largo de siete páginas asistimos a leer con fascinación la voz de Quintero en primera persona.
Es aquí donde conectamos el contenido de esta curiosa carta con lo que se menciona más arriba, en el primer párrafo de esta nota. Rafael Quintero es uno de esos venezolanos que decidieron colocarse al margen de la guerra y sus irreconciliables bandos. Él mismo nos relata que en 1813 “El teniente de Justicia de Santa Rita mandó a citar a todos los hombres útiles para el Servicio: el que tenía su caballo debía presentarse en él, y el que no tenía, apié; a mí me citaron a caballo; yo no asistí á la cita, lo que hice fue esconderme.” Más adelante Quintero dice que entendía que la guerra iba a ser larga y sangrienta: “…y como yo no tenía disposición de coger una lanza para matar ó que me mataran, me fui muy distante hácia las cabeceras del río Manapire, y en un lugar sumamente apartado y fuera del camino hize un rancho…” De allí en adelante Quintero narra con detalle sus peripecias junto sus perros Buenamigo y Centinela. Estuvo así hasta el año 1822. Viviendo al límite, él se califica de salvaje, casi igual al personaje de la novela “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe. Se mudaba de sitio cuando percibía la cercanía de tropas, batallas o escaramuzas, comiendo morrocoyes, cachicamos, osos u otro animal del monte o de los ríos, perdió toda su ropa y tuvo que apañarse fabricando guayucos y chinchorros de moriche, en el largo transcurso de esos años olvidó hasta lo que era el habla. No les cuento más para no anticiparles la historia. Espero que alguna vez puedan tener el gusto de leer completamente el folleto (en la Biblioteca Pública Central de San Juan de los Morros hay un ejemplar) Lo significativo del caso es que este hombre es el reflejo indiscutible de los muchos que apostaron a la guía de la sensibilidad y a dejarse llevar por los parámetros de la misericordia, que no se dejaron dominar por el imperante resentimiento, el revanchismo o la plaga de la ambición. Hay un párrafo que me impacta, allí él dice: “A fines del año 1817 el día de la batalla de la Hogaza me encontraba montado en serro de Matía en las sabanas del hato de Barranca. Yo había subido á asar un Cachicamo, poco antes del mediodía vi hacia el naciente inclinado al Norte un fuego de fucilería y cañonazos, yo no sabía lo que eran cañones, pero los había oído nombrar antes de la guerra, y también me dijeron que sonaban muy duro; y considerando que, cuantos prójimos quedarían tendido en el campo de batalla se apoderó de mi una aflición tal que no pude menos que echarme a llorar, único consuelo que tuve en aquel momento; el fuego duró pero permanecí en aquel lugar hasta que la noche me obligó a bajar.” Confieso que, cada vez que releo este párrafo, también lloro.
Recientemente en textos de la filósofa y mística Simone Weil leí sobre su asombro cuando presenció el entusiasmo y regocijo de los combatientes republicanos de la guerra civil española (1936-1939) por matar al adversario. Se asombra de que, en medio de una cena o un almuerzo, hablen festivamente de la matanza, que nunca expresen, ni siquiera en la intimidad, la “…repulsión, el desgarro, ni tan solo la desaprobación por la sangre vertida inútilmente.” Que para ellos, desde una causa, ideología o el decreto de una autoridad humana o espiritual, resulte natural matar aquellos cuya vida se ha puesto en la categoría de los que no tienen precio. Simone Weil, una intelectual francesa de las primeras décadas del siglo XX coincide así al calco con los pareceres y sentimientos humanitarios de un llanero venezolano como Rafael Quintero, cuyo saber se reduce a bregar rudamente con reses y caballos. Es una lección de humanidad que no debemos dejar pasar bajo la mesa. Otra referencia que me asalta en este ejemplo es la del famoso relato “Bartleby, el escribiente” (1853) del narrador norteamericano Herman Melville. La anécdota del cuento es sobre un oficinista de Wall Street, un empleado eficiente, de aire solitario, que un día, después de muchos años, de la nada asume una actitud distinta, y ante cada orden que le dan en el trabajo, contesta con esta frase: “Prefería no hacerlo”. La misma marcó desde allí el rumbo del resto de su vida, su renuncia a los haceres del agobiante medio, trabajo y rutina personal, de ahora en adelante contestará así a cualquier orden o petición, desde allí se hace indoblegable, hay no haceres que hacen mucho, “Bartleby, el escribiente” es un relato que ha generado mucha tinta filosófica. Estas actitudes fuera de curso, tanto la de Weil, como la de Bartleby y la de Quintero pueden ubicarse dentro de lo que hoy se conoce como lo “políticamente incorrecto”. En la guerra de independencia lo correcto era ubicarse en uno de los dos bandos, o se era patriota o se era realista. Este llanero, saliéndose de lo obvio y apelando a algo más profundo y en conexión con nuestra especie, decide cumplir uno de más caros mandamientos cristianos: no matarás. Cuestión que más que mandamiento también puede verse como un indesarraigable sentimiento, ante la orden histórica de matar o ser muerto, él prefirió no hacerlo. Por ese sentir asumió todos los peligros de vivir en la soledad y acechanzas de los montes, se convirtió en un maravilloso desertor o traidor a los terribles empeños de la circunstancia histórica. Asumió cualquier riesgo por la vida, la suya, y la de su prójimo. Finalmente, me atrevo afirmar que el bando de este personaje era el de la mayoría de los venezolanos de aquel momento, las mayorías reales no participan sino que son arrastradas y sacrificadas en todas las guerras, cuestión que los historiadores no se atreven a evidenciar plenamente. Este texto de la Gran Papelería del Mundo es un documento que devela esa otra cara de nuestra historia.

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