miércoles, 23 de febrero de 2011

EL CURANDERO

Manuel Soto Arbeláez

Aquel anciano de aspecto distinguido, luenga y bien cuidada barba blanca, vestía siempre de las misma manera: Liquilique de lino blanco bien planchado, sombrero pelo e’ guama medio terciado y finas alpargatas de capelladas negras. Todo el
diario atuendo acompañado por inmancable mandador de verga y cuero de toro negro. Su tez blanca, ojos azules y profundos le comunicaban uno como aspecto de profeta creíble. Esa credibilidad iba acompañada por un lenguaje corto, preciso y conciso. Usaba las palabras exactas y estrictamente necesarias para definir una situación; todo acompañado por un dejo indefinible, entre llanero y oriental. Nunca dijo a nadie donde y cuando había nacido. No se le conocía mujer fija, pero en su juventud nunca perdió “un chance”; por el contrario lo buscaba, lo apetecía, lo disfrutaba, después se hastiaba y “hacia otro amor seguía”.

Juan Evangelista Arbeláiz Arbeláiz. Foto de Ricardo Alfonzo Rojas, en 1913.

Fue en sus andanzas por el llano cuando aprendió el arte de la curación, tal vez de los indios lugareños, mediante el uso de yerbas, guarapos, calentaos, huesos, sangre y mantecas vegetales ó animales. Eso sí, nunca tocaba al paciente. Se sentaba de frente a él con las piernas abiertas y la barbilla sobre el travesaño superior del espaldar de una silla, a oír la explicación de la dolencia que aquejaba al interlocutor. Como anotó Alfredo Armas Alfonzo: “El médico infalible debió conocer todos esos secretos de que estaba lleno de contacto de una realidad social que carecía del recurso de la medicina patentada, así como no disponía del servicio de la farmacia y aún del médico”(..); pero el anciano distinguido no cejaba en su empeño curativo.

Puede decirse que practicaba en el siglo XIX la moderna deontología médica de no ocultarles nada al enfermo y a sus familiares. Ante el paciente Catamo de quien le dijeron que orinaba la sangre, recomendó a los parientes: “Miren hijos, es mejor que le vayan cosiendo la mortaja”. Un familiar ripostó: “Pero si mamá dice que es cosa de Dios hacerle algo”. Dice el mismo Alfredo Armas Alfonzo que la respuesta lacónica fue: “Bueno, sí como no. Convoyá a la gente al velorio”. Dice Armas Alfonzo que “Ni el mar de llanto de la sobrina Catamo parecía conmover a aquel hombre para quien la muerte no se le ocultaba en los ojos tensos de la culebra macagua, en las heridas del tétano, en las fiebres intermitentes del paludismo, en los males crónicos del riñón debidos según a la sal de las ciénagas y pudrideros de pescado del verano de Unare; a las diarreas y enteritis; al cólico miserere o a la tisis”(..).


El Curandero sabía por larga práctica que no había nada mejor para calmar los espasmos menstruales que un buen cocido de escorzonera aliñado con canela, dosificado al levantarse y al acostarse. Con este brebaje también curaba a las mujeres con las reglas locas, o “desarregladas”, como él las llamaba. A la mujer estéril debía dársele de desayuno alas de zamuro asadas, por un período mínimo de seis meses; el empeño adicional corría por cuenta del “hombre de la casa”. De un alemán, que vivió en Zaraza y Tucupido, aprendió una receta, a base de drogas, para hacer que la mujer árida concibiera fruto en su útero. Para ello preparaba en un pocillo de peltre una solución a partes iguales de elixir ponte, elixir steire y citroferrol, el cual debía tomar la mujer durante y cinco días después de la menstruación.

A los hombres viudos que en las noches llenos de deseo carnal recordaban a la difunta, les recomendaba comer carne de zorro bien salada, pues “esta carne enfría el cuerpo al estar necesitado de mujer”. Aseguraba que en ciertos casos de locura erótica “esta carne también cura a los desvariados”. A los dolores de rodilla los aliviaba con hojas molidas de pazote e hierbabuena, apelmazadas con sangre de gavilán y para asegurar una buena cura recomendaba, tanto a hombres como a mujeres, “Refocilarse solamente acostados, para no debilitar las coyunturas de las rodillas”.

La rinitis se curaba asoleándose el galillo con la boca abierta hacia el sol del mediodía. Diez cabezas de ajos machacados en un pocillo de ron, tomados durante una semana, eliminaban los helmintos. La sábila aflojaba el pecho apretado. El guarapo de guásimo laxaba y mejoraba las hemorroides. La inflamación de éstas también cedía tragándose la pulpa de por lo menos una media “gruesa” de mamones en una sola sentada. El agua de fregosa era buena para las diarreas. Hojas de guanábano sobre las sienes cortaban el dolor de cabeza. La ronquera se eliminaba tomándose un buen “calentao” de jengibre y acostándose con una franela amarrada a las fauces, el pescuezo y la jeta para mantener el calor corporal.

Las luxaciones mejoraban instantáneamente con masajes y fricciones de manteca de culebra o de venado. Los orzuelos decrecían al tocarlos con una parapara calentada por fricción con una tela seca. Después de un golpiza, bueno era un purgante. Las terciarias malignas se aliviaban mascando corteza de quina. A las recién paridas había que alimentarlas con sopa de pichón durante 40 días, sin levantarlas de la cama. Las gonorreas no resistían tres instilaciones con nitrato de plata. Con esta sal también se curaba la “sortija” en los cascos de los équidos. Los baños de asiento en solución de cayena aliviaban el escozor que produce el herpes genital, que también curaba mediante una untura preparada con malojo molido en salmuera batida en el sereno de la noche con huesos de ratón casiragua.


El sabañón lo acababa con baños de pié en los orines del mismo paciente, mientras más rancios mejor agregando a los mismos una cucharillita de creolina. A los afectados de caspa -¿seborrea?- les prescribía lavarse la cabeza con agua de merecure y después untarse una crema, que él mismo preparaba, a base de hiel de perro. Los piojos se acababan con el mismo lavado y con una loción a base de grasa de pato güire. Los cálculos del riñón los trataba con bebedizos de lechosa verde inmersa en agua por espacio de 7 serenos. El asma infantil mediante un jarabe de azúcar moscabada extraída de un coco tierno enterrado por cinco días.

En materia odontológica escarbaba, con un buril de puy, los dientes enfermos y cariados rellenándolos con una pasta caliente de cachos de venado amalgamada con la pulpa del tarare. El paciente debía morder un lienzo por lo menos tres horas, mientras el empaste o calza secaba. Un dolor de muelas se eliminaba matando el nervio con creolina. A los desdentados recomendaba comer solamente papilla y ablandar las conchas endurecidas de las arepas con guarapo. Los dientes manchados los limpiaban con arenisca extrafina sacada y cernida del lecho del río Unare y luego los fregaba con hojas de cedazo impregnadas con sangre de drago.

Los pacientes venían de todo el Orituco, Unare, Tamanaco y Uchire sin cita previa. Los únicos rechazados eran los que sufrían melancolía y tristeza, a menos que les detectara que ese estado de ánimo era producido por falta de roce sexual, en cuyo caso recetaba cualquier guarapo como placebo y hacía una recomendación concluyente: “Búsquenle pareja para que se alivie”. Demostrando con esto que el personaje fue precursor de Freud y su teoría de la “Libido Reprimida”.

Este viejecillo distinguido, elegante, indispensable en su tiempo, se llamó Juan Evangelista Arbeláiz Arbeláiz, nacido en Sabana de Uchire (1822-1915) y se le conoció con el apodo cariñoso de “El Curandero de Orituco, Unare, Tamanaco y Uchire”. Fue hijo de Juan Simón Arbeláiz Álvarez-Arzola y Rita Simona Arbeláiz Chacín y Escala-Gimón, n. 1807, de los fundadores de Sabana de Uchire. Los conocimientos curativos los puso al servicio de la causa liberal en la Guerra de la Federación en la cual, según le declaró Rafael Alfonso Rojas a José Antonio de Armas Chitty, en artículo aparecido en el diario El Nacional en septiembre de 1958, Juan Evangelista Arbeláiz Arbeláiz –El Curandero- alcanzó el grado de coronel (¿?). E-Mail: manuelsotoarbelaez@yahoo.com Los libros El Guárico Oriental 1, 2 y 3 en Librería La Llanera, calle Guásco, frente a la plaza Bolívar, Valle de la Pascua.

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