Alberto Hernández
a Gisela Egui
1.-
Mi abuela Amelia Loreto descubrió que una cara blanca, pálida y estática la miraba desde el viejo azogue del espejo. Por varios minutos dejó los ojos fijos, como muertos, en el rostro anciano que la veía a través de un más allá material y presente. Desde el rincón, los santos, alumbrados por un cirio rosado, la observaban con las pupilas que tiene la tristeza.
A los ochenta años mi abuela engendraba pájaros de diversos colores. El diario “El Nacional” se hizo eco del fenómeno y abrió el cuerpo C con la noticia.
Todos los pájaros nacionales salían de su vientre hinchado, pletórico de cantos diversos. Ella, feliz por cada parto, corría hacia el cuarto donde tenía almacenados los granos para alimentar a sus hijas emplumadas. Los colores llamaron la atención de los partidos políticos y, éstos, atentos a cualquier manifestación cultural, se acercaron a admirar el blanco inocente de los adecos, el verde subido de los loros de Copei, el rojo púrpura que los comunistas llevan en el corazón y en la hemoglobina, el amarillo pupú que Jóvito y mucha gente aún celebra en los araguaneyes, y así.
2.-
Un día, mi abuela, que llevaba el apellido Loreto dos veces, echó al mundo un extraño pájaro japonés. Supo de su nacionalidad por las plumas grifas y por un dejo misterioso en la mirada oblicua. Después de ese alumbramiento se le secó el vientre y las ventosidades del siglo XX comenzaron a acercarla a la tumba. Sin embargo, los pájaros que engendró saltaban de rama en rama alegrando el anciano tamarindo del patio, desde cuya sombra mis ojos miraban llenarse de pájaros picudos, negros, azules, rojos, amarillos, altaneros y de otros colores no mencionados aquí y los sonidos y conductas que no existen en el arcoíris, en el pentagrama o en la consulta de los sicólogos.
3.-
La gente del barrio solía ir a comprarle aves a la abuela, pero ella se negaba a negociar. “¿Cuándo se ha visto que un hijo de una se vende?”, y los regalaba, previas recomendaciones para fastidio de quien era favorecido por la abuela Amelia. “No debes meterlo en jaula. Yo lo parí y lo quiero ver volar por el pueblo, libre como la vida y la muerte”.
Y as{i, de tanto parir pájaros, la población de aves canoras y sordas, que también las había, aumentó en impuestos para el gobierno de la región, porque el ayuntamiento no encontraba qué hacer con tanto bicho tapando el cielo. Valle de la Pascua era una bullaranga de pájaros sueltos en los techos, matas, jardines, árboles, arbustos, altares de santos, calles y aceras, quirófanos, oficinas públicas, cocinas, laboratorios para orina y heces, recibos de prostíbulos, botiquines, tascas, teatros, medicaturas, bufetes de abogados, morgues de hospitales, y policías técnicas judiciales, gavetas de escuelas, canchas de tenis, en todas partes: torditos, paraulatas, carraos, tautacos, cristofués, garzas paleta, corocoras, gonzalitos, cucaracheros, cardenales, canarios, pájaros de todas las especies y tamaños. Y mire que todo esto es verdad, no vayan a decir que el realismo mágico –tan en desuso- me volvió loco de tanto leer a García Márquez, porque el embustero es el colombiano, no yo, lo juro por mi madre.
4.-
El ayuntamiento suspendió las sesiones porque los pájaros no dejaban hablar a los ediles, así sería la bulla que metían mis tíos, porque como nieto de doña Amelia Loreto Loreto todo esos bichos voladores eran genéticamente hermanos de mi padre, el pobre, que no hallaba que hacer con tanta pluma y mierda regada por toda la casa.
Un día, el presidente del cabildo, don Arístides Serrano, miembro del glorioso partido del pueblo, se tragó un tucusito cuando disertaba sobre la construcción de unas cloacas y la ampliación de una cancha de bolas criollas en el barrio Laguna Nueva. Hubo que practicarle una traqueotomía a duras penas porque los pájaros habían invadido también el quirófano del antiguo Hospital Guasco. La abuela demandó al alcalde por haber asfixiado al pobre tucusito.
Cuando le llegó la hora a la abuela, el 24 de diciembre de 1968, a la una de la tarde, pidió un espejo y descubrió que su cara era la de un pájaro amarillo con los ojos azules. Y cuando le tocó despedirse –con la señal absolutoria del padre Rafael Chacín Soto- salió de su cansada boca un trino tan hermoso que jamás olvidaré.
Camino del cementerio el cielo se tornó negro: los pájaros ocultaban el sol y por la noche hubo una lluvia de pájaros, unos vivos, otros muertos, por lo que la hedentina duró nueve días con sus noches. Dicen que se murieron, unos de tristeza, otros de despecho. Lo cierto es que Valle de la Pascua amaneció cubierta de cadáveres emplumados, como aquella vez cuando las calles se cubrían de grillos, que eran acarreados por toneladas hacia los botaderos de basura. Y todo porque mataban a los pobres sapos. Pero esa es otra historia.
El servicio de aseo urbano se lució recogiéndolos. Luego los lanzó en una fosa común porque, pese a ser hijos de doña Amelia Loreto, no estaban legalmente reconocidos.
La rockola de Rodolfo siguió sonando, como siempre, aquella canción de Julio Jaramillo que tanto entusiasmaba a mi pobre abuela.
(Para los incrédulos: estos hechos fueron debidamente confirmados por las autoridades locales. Quien desee saber más acerca de ellos, consultar en el Registro Municipal N° 2 de Valle de la Pascua, Municipio Infante, estado Guárico).
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