sábado, 4 de junio de 2022

EL OTRO LADO*


Francisco Rodríguez Sotomayor
“Remembering speechlessly we seek the great forgotten language, the lost lane-end into heaven, a stone, a leaf, an unfound door. Where? When?”
Thomas Wolfe (Look Homeward, Angel)

Fue un miércoles de enero. Mi tío Guillermo manejaba la ranchera camino al hospital. La abuela adelante, Fernanda y yo atrás, y el auto olía a guardado, sonaba incoherente, la calle puesta ahí asoleándose en la claridad de un mediodía traspuesto.

Metiendo yo un pie en la ducha los gritos de mi abuela resonaron en toda la casa. Se murió, se murió, exclamaba al teléfono. Yo estaba desnudo; agarré la toalla y saqué la cabeza por la puerta. Se murió, decía. Quién se murió. Tu tía Edna, me dijo entre lágrimas. Cerré la puerta del baño y ahora sí me supe desnudo, inerme. En eso me tocan la puerta y me apuran: báñate rápido para irnos. Murió la tía Edna, me dije, y pensé en el liceo lejano y ridículo.

Luego nos montamos en el carro. Fernanda viendo por la ventana, ambos vestidos con el uniforme. La prueba de biología, organismos unicelulares y pluricelulares, perdida. Y Fernanda nada que hablaba. Nadie hablaba en realidad, al menos no unos con otros. Sentía que el tío Guillermo me veía por el retrovisor, cada vez que ponía los ojos allí tenía la impresión de que iba a decirme algo, pero no, seguía conduciendo. La única voz era la de mi abuela Genara: avisando a tal o cual de que Edna había muerto con un mismo monólogo fatal de que se complicó con el apéndice y no hubo manera pues de la noche a la mañana se fue, tú sabes cómo es, sí, ya vamos para allá, aquí andan los muchachos. Sin muchas variaciones transcurrían los diálogos telefónicos; del otro lado de la línea suponía monosílabos, huecos de silencio. Desde entonces asocié su tono de llamada con la muerte.

Ellos eran una trinchera, un fortín, dos muros infranqueables. Porque uno estaba acechado en el ajetreo.

En el estacionamiento del hospital distinguí autos familiares. Mi tío Guillermo aparcó y nos bajamos. Un ir y venir de abrazos, de llantos reventando. Fernanda y yo nos sentamos en la acera frente a la ranchera. Ella cargaba el uniforme beige y la mirada que evitaba la mía. Llama a mamá y papá, le dije. Ya lo hice, ya vienen. Y siguió naufragando su atención por el hospital; los veía a ella y al tumulto más allá de la familia.

Al rato llegaron mamá y papá. Parecían tranquilos. Fernanda y yo no nos separamos de ellos hasta que todo pasó. Ellos eran una trinchera, un fortín, dos muros infranqueables. Porque uno estaba acechado en el ajetreo. Las enfermeras, los médicos, las camillas, el hedor a hospital; la idea de que alguien faltaba en el montón y el inagotable tono de llamada de la abuela Genara. Era un acorralamiento de no saber a qué mirar.

Papá mantenía su silencio. Los brazos los posaba en los hombros de Fernanda y míos. Todavía era más alto que yo. Le pregunté que qué hacíamos. Hay que esperar, me respondió.

—¿Esperar qué? —pregunté.

—Que saquen el cuerpo.

No quería salir de las simples frases y no lo obligué. Traté de imaginar el rostro dormido de la tía Edna; la única similitud que pude hallar, porque una cara muerta jamás la había visto. Figuré su cuerpo tendido, inmóvil, esperando salir. Aunque la verdadera espera latía de este lado, en la inquietud de la abuela Genara, en el no sé qué de papeles que digan si Fulana ya dejó atrás el mundo y nadie la vio más, que ayer era una seguridad sólida y hoy es una imagen dormida atrapada tras una pared.

En eso el tío Guillermo se acercó. No deben tardar en sacarla, la vamos a velar en La Milagrosa, dijo. Papá le contestó que, ah, bueno, nosotros vamos y venimos entonces. Sentí un ligero empuje de papá hacia el bululú de la familia. Algo en mí se resistía a ir, pero terminé aceptando. Nos acercamos a la abuela Genara, cuya faz hallé enlodada, difusa, innombrable. Y la abracé sin decir. Un lenguaje inefable entre los dos, un magnetismo, el camino de regreso a su casa, el olor de la ranchera, la ducha corriendo y perdiéndose en el laberinto, los veinte dedos sosteniendo otra espalda. Con eso dije bastante.

—Nosotros vamos y venimos —le dijo papá.

La abuela asintió.

—Vayan ustedes y me traen agua, yo me quedo —dijo mamá. Fernanda se mantuvo lejos, viendo todo a través de un cristal ignoto.

Nuestra visita a la casa fue apresurada. Por segunda vez tuve que ducharme; me sentía sucio, y en el recorrido a la funeraria tuve la certeza de que esa suciedad no logré quitármela. Faltaban un par de horas para que se apagara el sol; una llama se enciende desde otro lado y la única certeza del fuego es que vive a merced de algo más allá que es su principio y su fin para siempre. Había mucha gente en el velorio, y la mayoría eran desconocidos para mí. Al entrar vi un cúmulo alrededor del ataúd, a Cristo en su cruz. No llegué más lejos, no di un paso más. Papá permanecía detrás de mí, le vi y me hizo señas de salir. Mejor estar afuera.

Nos sentamos en un banco. Fernanda estaría tal vez con mamá o quién sabe. Me asombró la cantidad de gente que había. De todas las edades. Cada uno de los que estábamos allí giraba en torno a un recuerdo, pero yo no lo conseguía. El sitio era un retorcer de estómago y una suciedad persistente. Era una falta de enfoque. Alzaba mi cabeza tratando de dar con algo. Me fijé en la puerta y no se cerraba nunca. Siempre alguien saliendo o entrando. Uno de esos fue mi tío Guillermo. Él también escudriñaba, luchaba por un poco de aire. Noté que nos vio a papá y a mí. Se acercaba, tanteaba. Llegó hasta nosotros pesado.

Es mejor que nos quedemos aquí, hijo, es mejor que te quedes con la última vez que la viste.

—No entiendo, hace poco estaba bien, de repente anoche palo abajo y nada la levantó, y listo, ahí está.

Nos dijo esto vacilante. Se notaba atento a la periferia, de su voz emanaba un jadeo de gato entre cuatro paredes.

—¿La vieron? —nos preguntó.

Quizá era eso lo que estaba perdido.

—Yo quiero verla —le dije.

—Es mejor que nos quedemos aquí, hijo, es mejor que te quedes con la última vez que la viste —me dijo papá.

Volteé a ver a mi tío Guillermo.

—Es verdad, es mejor —dijo apoyando a papá.

Entonces en la puerta seguía el movimiento, ese abrir y cerrar, el ir y venir de la gente. Busqué dando tumbos, hice fuerza, unas arrugas se me hicieron de recordar. Y esa última vez no salió por ningún lado.

*(Publicado originalmente en Letralia el jueves 2 de junio de 2022, https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2022/06/02/el-otro-lado/?fbclid=IwAR3HlXZYq4dL72_6oUIj8GeI3u3-U1wBJ9yLMRPbSGcKpbRRXy5jL8PsySg)

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