Antes de iniciar la labor de cambiar el mundo, da tres vueltas por tu propia casa. (Proverbio chino)
¿Puede algún tipo de tosco artefacto o cachivache sin atractivo en su formas y líneas tener algún significado o valor especial que lo trascienda haciendo de él algo invaluable y codiciable para alguien? Ciertamente que sí. Los arqueólogos intentan con afán reconstruir el pasado del hombre a partir de restos materiales excavados en el polvo de la tierra. Una simple y aparentemente trivial pieza recuperada puede tener escrita los sucesos de toda una etapa histórica, enriqueciendo nuestra comprensión de la evolución del género humano, de sus usos y costumbres, de sus anhelos y esperanzas. Pero no basta ser tan académico ni ir tan lejos para encontrar ese tipo de artefactos que nos hable de la existencia de lo humano y espiritual. Se podría hablar también de algo así como una "arqueología casera" que nos permite entender a nuestros padres, abuelos y bisabuelos. Existen objetos dentro de una vieja casa como la mía cuyo valor, más que histórico o arqueológico, es humano y sentimental. Tal es el caso de un viejo budare y una piedra de río que yacen silenciosos en la cocina de mamá.
Mamá siempre fue el corazón de la casa para todo. No hay rincón, pared, pasillo o pasadizo que no guarde algo de su presencia o acción creadora. Decirlo y explicarlo llenarían las páginas de un libro. Pero donde su corazón sabía arder con solícita devoción era en esa humilde habitación que hacía las veces de cocina. Allí se le podía ver entre estridentes sonidos de platos, cubiertos, ollas y agua de fregadero. A veces nos reíamos de ella porque mientras realizaba sus quehaceres solía quejarse con un tono de voz monocorde o pensar en voz alta de manera que quienes no la conocían pensaban que estaba hablando con ellos. Jamás entendían que era su costumbre hablar con ella misma. Supo hacer de ese lugar un altar donde se ofrendó por entero a su familia y al hogar. ¡Qué sería de nuestra sociedad hoy de contar con madres dedicadas al oficio de crear un hogar! Es un arte y no una esclavitud, ahora lo comprendo. Cierta feminista de los Estados Unidos, ya en su vejez, se lamentaba de no haberse dedicado al hogar. Eso parece haberse perdido. Desde que amanecía, al mediodía y al atardecer, sus manos preparaban las más suculentas comidas que sin exageraciones de ningún tipo, fueron el sustento de unas tres generaciones de Scott y de muchos otros que no necesariamente portaban nuestro apellido. Desde que se casó, en 1950, hasta que se retiró de sus labores, en 2010, se entregó de cuerpo y alma a la alquimia de los ingredientes combinados en desayunos, almuerzos y cenas. Hoy, cuando ya hace una semana que mamá nos dejó el eterno vacío de su ausencia, entro a la cocina silenciosa y me encuentro con dos emblemáticos objetos que jamás faltaron en su arsenal gastronómico: el budare y la piedra de río...
Tomo el budare en mi mano. Es de hierro sólido, demasiado pesado para los gustos de las damas modernas, ennegrecido por décadas y más décadas de uso. Mi madre lo adquirió en los años del cincuenta y ya no usó otro. Ella no sabía de comprar cosas nuevas para desechar las viejas. Solía encariñarse con las cosas, sobre todo con lo que tenía que ver con sus implementos de cocina. Dios santo, ¡cuántas arepas, panquecas y cachapas se cocieron en la lisa y negra superficie del budare! Llevar la cuenta es harto imposible. En torno a la mesa y a los años muchos niños que hoy ya no somos tan niños degustaron con gula todos los manjares criollos que se podían elaborar en este tosco artefacto de metal. Pero hoy, en el silencio de esta cocina tan llena de historias, recuerdos y vivencias, yo le pregunto a una lágrima y a un suspiro: ¿Cuantas alegrías y tristezas fueron amasadas y cocinadas dentro de ellas? ¿Cuantos pensamientos cruzaron por su mente mientras sus manos juntaban la sal, la harina y el agua? Cosas del pasado, del presente, del futuro. La preocupación por sus hijos. Y quiza dejo caer algunas lágrimas o una sonrisa sobre la mezcla, la harina y la arepa ya cocida.
Y allí puedo ver la piedra del río. También la tomo en mis manos y la examino con el cuidado cariñoso de quien examina una reliquia. Es ovalada, semejante a un pequeño huevo prehistórico. En esa misma década de los cincuenta, o quizá de los sesenta, en alguna de las tantas excursiones familiares que realizábamos alborozados, mamá la encontró en el lecho del río, le llamo la atención y al instante su mente le encontró una utilidad. A partir de ese entonces y por años y años veías a mamá sobre la mesa dejar caer rítmicamente la piedra sobre la mesa para machacar ajos, trozos de pimentones, ajíes y otras cosas más que no alcanzo a recordar y que le dieron a sus comidas esa sazón tan peculiar. Desde cualquier parte de la casa se podía oír el golpe seco que trituraba y le dejaba escapar la magia a las hortalizas del mercado. Es una piedra de río sólida, maciza, pero observo un detalle curioso: los bordes están ligeramente gastados. ¿Cómo es posible que tal dureza experimente tal grado de desgaste? Lo comprendo: se trata de la mano y los dedos de mamá. Años y años de uso lograron crear un imperceptible desgaste que nos habla de la dedicación sin interrupciones de mi madre a las labores culinarias. Los dedos meñique, índice, medio y anular gastando el lado derecho de la roca y el pulgar haciendo lo mismo en el lado izquierdo. ¿No es esto un monumento y prueba irrefutable de la abnegación materna de la que vengo hablando?
Tomo la piedra y el budare y los guardo como la mejor reliquia y recuerdo que puedo conservar de mi madre. Entre otras cosas de las que luego hablaré
4 Abril 2011
Imágenes tomadas de http://religionysanteria.blogspot.com/2010/02/por-que-se-usan-las-piedras-en-el-santo.html
http://heydival.momentosespeciales.com/caura1.htm
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